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domingo, 25 de agosto de 2013

197.- Oda al Mc Cormick. (Edición apócrifa)

Apenas comienzo a escribir esto, oh musa ausente, y ya me viene la tentación de arrojarlo a la papelera. Si no lo hago es por la inadecuada carencia, la injustificable omisión, de un diseñador de interfaces gráficas: En efecto. ¿Qué sentido (qué placer se extrae, qué satisfacción, qué experiencia, qué vivencia plena de aromas, sonidos, imágenes, ¡tacto!...) tiene mover el puntero sobre el botón "Aceptar" tras ordenar "Borrar"? Sin que exista ese gesto preciso, ese primordial "¡insisto!", anímico. Careciendo la bella arruga de su hoja de papel crujiente. Anunciando el fin de lo posible, el corte del razonamiento, la muerte de las palabras... ¿Sin el lanzamiento azaroso de gurrumuños al cubo, a tres segundos del final del partido? (Seis, si se falla la primera canasta, ¡mecachis!)... ¿Sin la satisfacción del acto interrumpido, pero con noble y digno final?: ¡Nada de nada! ¿Arrastrar el documento y soltarlo sobre el icono papelera como alternativa? ¡Memeces! ¿Dónde se sitúa ahí el refinamiento del gesto, la imprecisión obligada por la incertidumbre, la emoción del disparo y, no menos importante, qué tiene que ver esto con el tema que nos ocupa? Tras meditarlo un buen rato bajo un cojín, concluyo: !Nada!

-¡A la cuestión! ¡A la cuestión!

A la cuestión, pues.

Obligados por la deuda de amistad que un día contraímos (como todos ustedes saben, amigos y seguidores habituales del Fanzine, yo le debo a Pirata media oreja y él a mí una lata de mejillones) decidimos investigar abriendo nuestra cápsula de tiempo la desaparición de un producto que potencialmente revolucionó el cómic ilustrado en los albores del postmodernismo de los años 80.

Tal elixir mágico, tal inigualable fórmula magistral, celosamente escondida por sus creadores bajo 314159265 patentes USA, se servía en frasquitos de lujoso diseño (con gotero) con capacidad para 7 mililitros cada una (1/4 de onza en el original), en lotes de a cuatro y procedía de Baltimore, Mariland, USA, ciudad destacable por sus reputados clubs de viajeros y aventureros a finales del XIX.


Sabedores de que sus grandes poderes correspondían a grandes responsabilidades, los genios que descubrieron esta sustancia decidieron esconder su verdadero valor al gran público. Difundir sus propiedades ocultas entre un estrecho círculo de iniciados, previamente advertidos de las graves consecuencias de publicarlas, mediante ritos masónicos que incluían aspavientos, faldas con los colores del parchís y otros avíos y atavíos. Tras las ceremonias se discutía cómo hacerla llegar a sus verdaderos destinatarios sin que un descubrimiento fortuito o una desafortunada temeridad  pusiera en riesgo a toda la población mundial. Fue en uno de estos conciliábulos donde se gestó la idea de contratar a un agente de marketing, exprimirlo como a una naranja de California antes de envasarla en una botella con mucha agua y, finalmente, silenciarlo para siempre. La distribución fue planificada minuciosamente: Todos los supermercados del mundo occidental estrenaron simultáneamente un día las cajitas de cartón etiquetadas con la frase "colorantes surtidos para alimentos y para colorear huevos".




El éxito de la operación fue inmediatamente registrado por los IBM de la organización. Nadie reparó en que el freelance había sido asesinado antes de terminar la críptica frase. No se registró su papelera en búsqueda de pruebas y errores en papeles arrugados (véase primer párrafo). En cualquier caso, no hubiesen encontrado nada: Lisardo, un genio del mal del que ya he hablado en otras ocasiones, borró con lejía el final de la frase completa original, que rezaba así: " colorantes surtidos bla,bla,bla... para colorear huevos POR AFUERA". Las consecuencias de esa temeridad sin sentido serían tremendas. Países en los que la tradición del Conejo de Pascua era inexistente conocieron una crisis de confianza inédita desde la guerra de Crimea en todas las cocinas: "El huevo, ¿frito, cocido, en tortilla?". "¡Esto no se quita de los dedos!", "¡Mis bragas de Dior arruinadas!".


La mayor parte de esta primera distribución acabó en los cubos de la basura. Se fomentaron leyendas urbanas que difundían el bulo de que "eso" producía cáncer. Hubo conversiones masivas al Islam y se interrumpió la occidentalización que progresaba adecuadamente en todo Oriente Medio y el Norte de África. Sin embargo, el objetivo se había cumplido. El secreto quedaba a salvo: Estos y otros hechos, llevaron a la conclusión general de su absoluta inutilidad. Sin embargo, algunos "listos" decidieron usarlo en zumos que luego congelaban en bolsas de plástico. ¡Craso error! Se colapsaron las consultas de pediatría. Los inocentes niños amontonados en las salas de espera mostraban sin pudor lenguas de colores: amarillas, verdes, azules, rojas, ante el espanto de sus alarmados padres y la estupefacción de los médicos de la Seguridad Social, que todavía existía (aunque no vamos a ahondar en este tema para no provocar la ira de alguno que no voy a nombrar pero él ya sabe quién y lleva un parche en el ojo... naa na na naa naaa...) 

Por fin, llegaste a nosotros, Mc Cormick. Somos tus valedores. Tus guardianes. Quienes conocíamos toda tu verdad. Tres personas sin miedo. Tres mentes brillantes. Tres tristes tigres triscaban en el trigal. Tres eran tres las hijas de Elena. Tres. El número de la media bestia. ¡Uno para todos y todos para uno! Pero eso es otra historia y deberá contarla Él, pues yo sólo soy su heraldo. Una voz que clama en el desierto. Alguien que ha escrito esto mientras la tarjeta gráfica de Pirata sigue estropeada (O eso dice él. Seguro que está de vacaciones, ¡el muy perro!).