Dirigí
mis pasos hacia "Nuestra Señora de la Perpetua Usura", templo de altísimo interés, no
arquitectónico ni cultural precisamente, y procedí a metérsela a un cajero, que
por ser automático, ni sintió ni padeció. Le confesé mi secreto digitalmente, y
el cajero, tras unos momentos de dubitativo procesado con mi tarjeta en sus
entrañas, me la chupó. Mandóme el cajero luego a tomar consultas a la agencia
de mi entidad y hacia allí me dirigí, apesadumbrado, humillado hasta los
tuétanos, secuestrada mi plástica hacienda por un jodido robot. En la agencia
de la entidad le dije a un cajero (casi tan automático como el anterior) que me
la habían chupado; “asín”, sin más, en la puta calle, de modo sospechoso e
impune. El funcionario me miró de arriba abajo con cara de incredulidad
manifiesta, sin duda alguna preguntándose cómo podía existir en este universo
algún ente al que le pudiera apetecer chupármela. El cenutrio careto del cajero
de carne y hueso de la agencia de mi entidad era un acta notarial, signada y
rubricada, que certificaba que lo único que hacía funcionar al funcionario eran
sus funciones vitales, y no todas, si nos atenemos a la velocidad de procesado
mental de la que hacía gala.
Y
va y dice:
- Pues
si el cajero le ha retenido la tarjeta por algo será.
Por
algo, sin duda... Por jilipollas.
Rafael
Martínez Sainero, Pirata 2012
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