Baldomero Cordero, el enfermero lepero, prefería decir que era ATS (Ayudante Técnico Sanitario) por razones evidentes. Ese día le tocaba turno de noche en las urgencias del hospital donde trabajaba, el Memorial St. Andrews de Los Ángeles.
La sala de admisión del citado centro sanitario estaba atestada de gente. Los ensordecedores vozarrones de los camilleros pidiendo paso, transportando a los quejumbrosos heridos, se confundían con el potente sonido de las sirenas de las ambulancias. En un enorme cartel sobre la fachada podía leerse: "SILENCIO HOSPITAL", pero igual podía haber anunciado un espectáculo circense, pues nadie hacía ni puñetero caso.
Entre el horrísono estruendo cacofónico que reinaba en los pasillos de urgencias, se encontraba Baldomero, contribuyendo al escándalo con sus gritos desesperados:
- ¡¡Diga treinta y tres!! - y acto seguido golpeaba con fuerza el pecho del paciente tendido en la camilla.
- ¡¡Diga treinta y tres!! - repetía una y otra vez, y su puño volvía a caer con violencia sobre la caja torácica del infeliz.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
El indicador de pulsos "electrocardiográficos", ese que sale en todas las "pelis" y que tiene una pantallita con una raya con hipo, estaba más plano que un hamster transportando elefantes.
¡¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!
La doctora Leticia Healthcare, del Departamento de Neumología, se acercó corriendo.
- ¡¡Apártese!... ¡Rápido, quinientos miligramos de adrenalina! - exclamó.
- ¡Treinta y tres!
- ¡He dicho quinientos!
- ¡Que diga treinta y tres, leñe! - Baldomero no se apartaba y seguía a lo suyo.
¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Aunque en el fondo quería ayudar, Baldomero ignoraba que, de modo inconsciente, con sus golpes de "reanimación" estaba descargando en el paciente su resentimiento hacia la enfermera Foxy Lumier, con quien mantenía relaciones afectivas y que le había abandonado esa misma mañana.
- ¡Es un paro cardíaco! - apuntó la doctora - ¡No responde!
- Dígamelo a mí, que llevo diez minutos mazándole el pecho y no ha dicho ni "mú".
La doctora Healthcare miró a Baldomero fijamente. Dudaba seriamente de la capacitación del encargado de selección de personal del hospital. A pesar de ello, decidió darle una oportunidad a Cordero.
- ¡Quiero tres ampollas de Glutamato benzotal hiposódico, dos bolsas del grupo cero negativo y el desfibrilador!... Ah, y cuando regrese se pasa por la máquina del café y me trae uno cortado con dos azucarillos... ¡Corra!
Mientras el ATS salía "petado" pasillo adelante para cumplimentar las instrucciones recibidas, la maquinita de los pulsos emitió un leve "bip": ¡Bip! Y luego otro, y otro: ¡Bip! ¡Bip!...
El paciente recuperó sus constantes vitales durante unos breves instantes, y aunque no eran excesivamente vitales, sacó fuerzas de flaqueza, agarró a la doctora de la solapa de la bata, la atrajo hacia sí con sus últimas fuerzas y susurró:
- ¡Tre.. trei... treinta y tres!... ¡Lo di... Lo diré las veces que haga falta, pe... pero, por favor, no deje que ese ener... energúmeno se me acer... que... Aaarggg!
¡Bip!... ¡Bip!... Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii...
La doctora Healthcare desconectó el cacharro y rellenó el certificado de defunción. Se sentía desfallecer; no en vano ella y su equipo llevaban cincuenta y seis horas sin pegar ojo (exceptuando dos casos de desprendimiento de retina en cirugía oftálmica).
La agitada vida sentimental de los trabajadores del "Memorial" también repercutía en la deficiente atención que recibían los pacientes. La mitad del personal tenía los nervios destrozados, y la otra mitad se encontraba de baja laboral por estrés. Aun recordaba Leticia el caso del doctor Tick Nervous, de Neurocirugía. Cuentan que un día en el pasillo, se le acercó una niña que iba en silla de ruedas. La chiquilla solo tenía en la vida a su padre enfermo, y le preguntó al doctor con dulce voz de princesita:
- Doctor Nervous, doctor Nervous... ¿Qué tal ha salido mi padre de la operación?
A lo que Nervous contestó:
- ¿Operación?... ¡Dios del Amor Hermoso!... ¿Pero no era una autopsia?
Dicen las malas lenguas, y la de Doña Pura, encargada de la limpieza, que fueron halladas tres botellas vacías de orujo gallego bajo la mesa de operaciones.
Leticia Healthcare caminaba por los pasillos, apesadumbrada, haciendo recuento mental de la cantidad de desgracias que de un tiempo a esta parte se abatían sobre el Saint Andrews. Primero fue lo del atentado del grupo radical islamista Al-Ka-Seltzer, que introdujo bombas fétidas en las conducciones del aire acondicionado del metro; luego surgió lo de la epidemia de carbunclos con salmonelosis alegionelada, o algo parecido... En fin, que el personal del centro no daba a basto. Incluso don Obdulio, otro encargado de la limpieza, echó una mano poniendo escayolas en traumatología. Según él, había trabajado de albañil en su juventud. Para colmo de males, algún mastuerzo había metido un bocata de calamares envuelto en aluminio en la máquina de hemodiálisis, y ahora solo funcionaba como máquina tragaperras.
- ¡Si al menos la doctora Rubiales estuviera aquí! - pensó Healthcare - Ella es la mejor cirujana del Saint Andrews, pero ahora está en el desierto del Gobi, en una misión humanitaria de la ONG "Médicos Sin Titulación"
Al tiempo que Leticia desaparecía por un corredor camino de la cafetería, en el mostrador de recepción varias enfermeras conversaban entre sí:
- ¿Habéis oído lo que estaban hablando aquellos doctores?
- No, ¿Qué decían?
- Que un paciente ha ingresado en urgencias con un cuadro de amigdalitis y ha muerto con el esternón destrozado a golpes.
- Efo no ef del todo fierto - les interrumpió un ATS sudoroso detrás de ellas - yo atendí efe ingrefo y no vi que llevara ningún cuadro enfima... Y mucho menof de efe pintor griego, Amifdalitif.
Las enfermeras miraban atónitas a Baldomero Cordero Pascual. Iba cargado con tres ampollas de Benzoato glutamal hiposódico, dos bolsas de plasma del grupo cero positivo y un café cortado con dos azucarillos. Entre los dientes sujetaba el cable del desfibrilador y lo llevaba arrastrando por todo el pasillo.
Baldomero estaba exhausto... ¡Menuda nochecita llevaba! Acarrear aquel cachibache le tenía muerto de calor.
- ¡Esto parece un horno! - exclamó Cordero, asado - Bueno, por lo menos me han salido las tres fresas y el especial en la máquina de hemodiálisis... ¡Cincuenta dólares!
De pronto, por el pasillo apareció corriendo un cirujano, todo embutido en un horrendo atuendo de plástico verde y gritó a Baldo:
- ¡¡Ese desfibrilador!!... ¡Rápido, llévelo al quirófano trece!
Baldomero tenía el palpito de que el paciente de la doctora Healthcare ya no iba a necesitar el desfibrilador, por lo que salió corriendo tras el cirujano, dejando tras de sí una estela en el suelo de bolsas de plasma pisoteadas y charcos de café.
El enfermo del quirófano trece se debatía entre la vida y la muerte; solo un milagro podía salvar su vida. Tras dos horas de intervención quirúrgica, cuando todo parecía perdido, las puertas abatibles de la sala de operaciones se abrieron de par en par y apareció ELLA. ¡Tras cuatro meses de estancia en un hospital de campaña en el desierto del Gobi, la doctora Marta Rubiales Petipuá había regresado! ¡El milagro era posible!
Rubiales era una leyenda viva de la cirugía, un prodigio de la naturaleza. Con tan solo catorce años era capaz de operar a corazón abierto con una mano atada a la espalda, los ojos vendados y una cucharilla de café como único instrumental. Nunca había perdido a un paciente. Aunque no venga a colación, digamos también que todos los médicos del "Memorial" estaban locos por sus huesos, pues a su impagable talento profesional aunaba una belleza deslumbrante: Alta, esbelta, de dorados cabellos... Pero ella, fría como carámbano polar ártico, ignoraba a cuanto pretendiente se le acercaba.
Marta apartó a codazos a sus colegas y se abrió paso hasta la mesa de operaciones. Se acercó al paciente con una patata de medio kilo cortada por la mitad, un trozo en cada mano. Antes de actuar, echó un rápido vistazo a la situación. No tenía buena pinta; era, sin duda, un asunto bastante crudo.
- ¿Quién le ha cortado la cabeza al paciente? - su voz sonaba autoritaria tras la verde mascarilla - ¡Si le perdemos depuraré responsabilidades!
- ¡¡Se nos va, doctora Rubiales, se nos va!! - gritó una enfermera.
- ¿Quién?
- ¡El enfermero Baldomero! ¡Le ha robado la cartera y las llaves del coche al anestesista Bed Sleeper y ha salido corriendo!
- ¡Olvídense de él! - Marta frotó las dos mitades de la patata y levantó luego los brazos - ¡¡5000 gigavátios... Apártense!!... ¡¡Atrás!!
Apoyó con violencia las dos mitades del seccionado tubérculo en la pechuga del pollo desplumado y exclamó:
- ¡Zuuummmmmmb... trzsxxxrrstz! - la pobre gallinacea se convulsionaba horriblemente sobre la mesa de la cocina y unos leves escupitajos se escaparon de entre los dientes de Marta y salpicaron a la cocinera.
- ¡Zuuummmmmmb... trzsxxxrrst!
Belinda, la cocinera, se pasó la manga de la camisa por la frente y exclamó con cerrado acento barranquillero:
- ¡Ay, sita Marta, sese ya de salivearme y no diga sas cosas, mihija! ¡Caraho con la niña, qué historias usté me cuenta! Con esa imahinasión desbordosa se ganaría mehó la vida de guionihta en hólibu que de siruhana... y dehe el pollo sosegado, que me lo tiene precarioso y lo va a echar a perder pa´lalmuerso.
Marta sujetaba al "ave de corral lista para asar" por las alas y hacía como que correteaba por la mesa:
- ¡Puedo andar!... - decía Marta, poniéndole voz al pollo - ¡Puedo andar! ¡La doctora Rubiales me ha salvado la vida... ¡Dios mío, no siento la cresta!
Belinda atizó a la rubia muchacha con un cucharón de madera en los nudillos.
- ¡Auu!... ¡Belinda, no te pases!
- Así aprenderá a no jugá con la comida... Pollo dehcabesao que anda solo es cosa de "kandomblé"... Mahia negra y vudú, mihija.
Acto seguido, la oronda "chef" sacudió el "asunto bastante crudo" en el mandil y lo metió en el horno a trescientos grados, con las patatas fibriladoras como guarnición. Marta apoyó los codos en la mesa, puso su barbilla entre las manos y suspiró. La mirada perdida en el vacío y su mente en un sueño:
- ¿Guionista de Hollywood? ¡No!... Trabajaré en un sitio tan maravilloso como el "Memorial" Saint Andrews para enfermos terminales.
- Pa´yudarles a terminá... ¡Pobres diablos! - dijo con sorna Belinda, mirando de soslayo el lamentable estado del pollo tras el cristal del horno - Mirusté que catastrofía de asao... ¡Está reloca!
- ¡Tú ríete... - Marta sacó del cajón un enorme cuchillo de filetear lomos y lo miraba con intensidad - ...pero te aseguro que algún día seré una gran cirujana!
Belinda Azucena Washington Peláez ejercía en la casa de los señores de Rubiales de ama de llaves, empleada de hogar, cocinera y canguro. "Hacer de canguro" es una expresión que puede llevar a engaño, pero para tranquilidad de los lectores duros de mollera, aclararé que Belinda era incapaz de subir las escaleras de la casa dando saltos, pues estaba entrada en carnes y así, a "grueso" modo, debía de andar por las doce arrobas, tres fanegas y quince quintales de peso neto escurrido. Llevaba muchos años en la casa y era como de la familia, quería mucho a Marta y por eso le aguantaba con paciencia de santa todas sus alocadas "fantasías sanitarias". Al menos hoy no se había empeñado en operar al gato.
- ¡En fin, Bel, me subo a preparar la mochila. Mañana tenemos excursión "geológica" con el Machuca, y se supone que debemos reunir una pequeña colección de minerales y rocas... ¡Qué pérdida de tiempo!
Marta salió de la cocina y comenzó a subir las escaleras, hablando sola.
- ¡Pedruscos!... A mí las únicas piedras que me interesan son las que se pueden extirpar del riñón.
- ¡Déhese de destripá, mi niña, y bahe p´cá la señá siruhana a devolvé inmediatísimamente el cuchillo!
Marta entró en su cuarto, cerró la puerta y sacó una mochila del armario. Su "cuarto" era en realidad una hermosa buhardilla decorada en madera, con una gran claraboya presidiendo el techo. No había cosa que más le gustara a Marta, además de diseccionar batracios, que tumbarse en su cama y mirar la luna llena, o ver las gotas de lluvia caer contra el cristal de su ventana en el tejado.
En un rincón de la estancia había una casa de muñecas del siglo XIX, una antiguedad que debió de costar un ojo de la cara y con la que Marta casi nunca jugó. Su madre, doña Corinne Petipuá, la adquirió en una subasta en Londres y se la había regalado por navidad. A la derecha de la casa de muñecas se encontraba un sofá tapizado en piel, y al lado, una bonita mesa con un ordenador de última generación, con más "gigas" de memoria que los de la NASA. Frente a la mesa, podía verse una imponente librería con una magnífica biblioteca, que cubría por entero una de las paredes de la habitación.
Marta saludó a Anorexio con un besito en el maxilar y unos cariñosos cachetes en el hueso parietal. Anorexio era un esqueleto humano de tamaño natural que le pidió a su padre como regalo de "cumple", para estudiar anatomía.
- Hija... ¿No preferirías un vestido, unos patines o una bicicleta? - le había dicho su padre, un tanto sorprendido por la petición. La madre de Marta puso el grito en el cielo alegando que su hija no dormiría, bajo ningún concepto, en la misma habitación que un cadáver, pero, ante las continuas pataletas de la niña, y, sobre todo, cuando le explicaron que Anorexio estaba fabricado en plástico, accedió al fin.
Marta se tumbó en la cama, cogió el móvil y se puso a teclear un mensaje a Bea, su amiga y compañera de clase. Sus dedos se movían a una velocidad tal, que la vista humana no era capaz de seguirlos:
MÑNA A LS 8 EN L PTA D MI KSA? OK? MRTA
Una vez enviado el mensaje, recibió la contestación a los dos segundos y medio:
OK. 1BSO. B.A
Desde el ventanal se veía el sol ocultarse tras las montañas; la noche fue lentamente cayendo sobre la ciudad y Marta se quedó dormida mientras escuchaba unos "MP3" por los pequeños auriculares de su teléfono. Anorexio mantenía su eterna y estúpida sonrisa en su blanca calavera: se balanceaba levemente, mecido por una suave brisa de primavera. Llevaba sobre su cráneo una gorra amarilla, cubría sus profundas cuencas con unas gafas rayban, tipo "Matrix", cubría sus costillas con una cazadora azul de mangas blancas, y, apoyada en su columna vertebral, colgada sobre sus poderosas clavículas, una mochila de colorines llena de bolsillos y cremalleras. La misma mochila que al día siguiente llevaría Marta Rubiales en una excursión que recordaría el resto de su vida.
Continuará
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