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lunes, 15 de julio de 2013

191.- PEQUEÑOS MONSTRUOS: Capítulo 5 "La Garganta del Diablo"




    Marta, disimulando fatal, no dejaba de mirar hacia el pequeño sendero por donde se habían alejado Tom y Mike.
- ¡Eh, Rubiales! Es hacia abajo a dónde tienes que mirar ¿Recuerdas? - Bea le mostraba un trozo de granito a su distraída amiga - ¡Uy, uy, uy... Me parece a mí que te está empezando a gustar Valenzuela!
- ¿Quién, Tomás? Estooo... ¿Valenzuelaaa? ¡Tu sueñas, tía! Tan solo me pregunto a dónde irán esos dos. Estoy convencida de que se traen algo entre manos.
- A lo mejor solo van a hacer pis - dijo Bea - ¡Je, je!        
- Los chicos no suelen ir a hacer pis en grupo - dijo Marta, muy seria.
- ¡Ostras, es verdad! - cayó en la cuenta Bea - Entonces... - guardó silencio durante unos instantes mientras acababa de deducir - ¡Claro!... ¡Valenzuela y Moratalla son gays!  
- ¿Quéé? ¡No fastidies! - Marta se quedó pensativa unos segundos. Bea se partía de risa ella sola. De pronto Marta tomó una decisión. - Voy a seguirles... ¿Te vienes?
- ¡Uy, no, grácias!... ¡Ja, ja, ja! - las risas de Bea iban en aumento - ¡Lo que me faltaba por ver hoy!

    Lo malo de que una extraña sombra misteriosa serpentee entre los troncos de los árboles y te siga a distancia, es que las sombras suelen estar acompañadas de sus dueños, generalmente seres de carne y hueso con aviesas intenciones. No era éste el caso, pues la bella Martita, a pesar de ser de carne y hueso con sombra incorporada, se movía por simple curiosidad y por un "no-sé-qué " oculto en el fondo de su corazón que no sabría explicar bien y que la tenía preocupantemente amostazada. Lo que no podía imaginarse la señorita era que a ella también la seguían. Y no tan a distancia.
    Mike y su amigo tampoco sospechaban nada cuando, escondida tras unos arbustos encima de un enorme peñasco, Marta les vio desnudarse. Un asomo de duda pasó por la cabeza de la chica. 
- ¡Pero bueno!... ¿Qué hacen estos ahora? A ver si Bea va a tener razón después de todo... 
    Marta suspiró aliviada cuando sus "compis" de clase se zambulleron de cabeza en las verdes y transparentes aguas del sinuoso río que corría al fondo del desfiladero.
- ¿Qué, estaba buena o no estaba buena? - Mike salpicaba a su amigo con ambas manos. 
- ¡Tenías razón... Ya lo creo! - Tom chapoteaba en el líquido elemento e intentó hacerle una aguadilla al Panocha. Después de dar unas cuantas brazadas, nuestro rubio amigo se dio cuenta de algo.
- No entiendo una cosa, Mike. Estamos en Abril; ahí fuera todavía hay nieve del invierno pasado y esto es un río en plena montaña.
- Si ¿Qué pasa?
- ¿Cómo que qué pasa? ¡Por si no te has dado cuenta, el agua está caliente!
- ¿Curioso, verdad? - Mike se limpiaba el agua de la cara y se echaba el pelo hacia atrás - pues prueba a nadar veinte metros más allá y verás como te congelas vivo. 
    Tom así lo hizo; nada más doblar el recodo sintió que la temperatura del agua descendía drásticamente y se le ponía la carne de gallina.
- ¡Es cierto, chaval! ¡Buaah, qué frío! - dijo, nadando de nuevo hacia la zona templada - ¿Y este fenómeno extraño?  
- Este sitio es conocido desde siempre como "La garganta del Diablo" - contestó Mike - Nos bañábamos mucho aquí cuando éramos unos críos y nadie nos explicó nunca porqué pasa ésto. Sinceramente, creo que nadie lo sabe.

- Son aguas radioactivas - susurró una fría voz detrás de ella.
- ¡Aaaaaaaah! - Marta ahogó instintivamente el grito con la palma de su mano y se giró hacia dónde había surgido la voz que acababa de darle un susto de muerte. Delante de ella se hallaba un extraño ser achaparrado y cabezón, con cuatro pelos de punta y unos enormes orejones que aguantaban el ciclópeo peso de las gafotas más gordas que jamás vio ojo humano. Era él: Eladio P. Trías, más conocido entre sus compañeros como... 
- ¡Gafoide!... ¿Pero qué haces aquí? ¿Me has estado siguiendo? 
- Si... Bu... Bueno, si... De alguna manera, yo... Perdona... En realidad no sé por qué lo he hecho, ha sido algo instintivo. Yo, yo... Quería decir... quería decirte que... - El apocado chaval tenía la sensación de que la lengua se le hinchaba en la cavidad bucal, como si tuviera un calcetín sudado introducido en la misma; el motivo no era otro sino que el pobre estaba perdidamente enamorado de Marta. Ésto, claro está, era algo que  mantenía en secreto y que no había confesado nunca a nadie.

Gafoide

Marta, con el susto, no había podido evitar llamar al muchacho por su mote... ¿Por qué le llamaban "Gafoide"? Unos decían que parecía que había nacido con las gafas puestas; otros que era una nueva especie producto de la mutación genética entre el hombre y la gafa... ¡Un gafoide! Y era algo que no costaba creer, ya que su cara y sus gafas daban la sensación de formar una unidad indisoluble, una simbiosis perfecta. Nadie, excepto quizás sus padres, le había visto jamás sin ellas puestas. Cuentan que el Torro un día se las quitó para hacer la gracia y rompérselas de un pisotón, pero que al ver la cara de Gafoide sin gafas se quedó "pasmao". Dicen que se las devolvió muy educadamente y volvió llorando a casa. El joven necesitó meses y meses de severa medicación y multitud de sesiones de terapia grupal antes de volver a ser el de antes. Incluso hoy en día, al recordar la terrible vivencia, no puede evitar que un escalofrío recorra su espinazo como Pedro por su casa.
- ¡Horroroso, horroroso!... - sollozaba el Torro - ¿Cómo podría describirle? ¡Era... Sí, era como el rey de los hombres topo, esos seres que habitan en el centro de la tierra y quieren destruir a la humanidad con una gigantesca máquina de provocar terremotos.
    Aunque Gafoide era el prototipo de chaval susceptible de ser el perfecto blanco de las bromas pesadas de sus compañeros, pocos se atrevían a acercarse a él, ya que tras la vacua mirada allende los cristales de culo de botella de sus antiparras, emanaba un "algo" como de psicópata que imponía respeto. Al margen de la leyenda, y a pesar de que nunca sonreía, Eladio no dejaba de ser un chaval normal y corriente; muy inteligente, y tan tímido, que solo abría la boca para contestar - siempre correctamente - las preguntas que le formulaban los profes.

- ¡Qué susto, tío!... La próxima vez no seas tan sigiloso.
- Si, si, perdona... yo... Marta... solo quería decirte que... Yo te...
- ¿Qué?
- En ocasiones veo monstruos.
   Aquella revelación no se la esperaba la muchacha. 
- Ya, ya, claro... ¡Monstruos!... ¡Je, je! - Marta retrocedió muy lentamente, de modo casi imperceptible, pero Gafoide se dio cuenta.
- ¿Me tienes miedo? - La voz de Trías sonaba ahora distinta, aun más glacial que antes... Y lo que era más perturbador: Ya no temblaba ni tartamudeaba.
- ¿Miedo? ¿Yo?... ¡Qué va  - mintió la rubia - ¿Por qué iba a tener yo miedo? ¡Qué tontería!
- Porque no te fías de mí... Porque ninguno os fiáis de mí... Porque a veces oigo voces dentro de mi mente. Voces que me dicen... cosas.
- Co... ¿Cosas? ¿Qué cosas?
- ¡No sé! ¡Cosas! - Trías se acercaba poco a poco a Marta - Por ejemplo que tú y esos dos que se bañan ahí abajo os deberíais alejar de aquí cuanto antes. Observa ese extraño resplandor verde en el fondo del río... ¡Hay algo malvado en este lugar! 
    En ese momento Marta se asomó por encima del arbusto y vio que los dos bañistas habían desaparecido. Sintió pánico; se había despistado con la aparición de Gafoide y ahora había perdido a Tom y Mike. 
- ¿Dónde están? - se preguntó - Si hubieran salido del agua los habría oído... ¿Se habrán ahogado? - Marta no quería ni pensarlo.
    Eladio P. Trías recuperó de pronto su tono habitual:
- Marta, yo... Yo...Yo.. Yo...Te qu... Te am...
La muchacha deseaba bajar a la orilla del río para comprobar qué es lo que había pasado con Tom y Mike. No tenía tiempo que perder con las estupideces del pesado de Gafoide.
- ¡Perdona Gaf... Eladio...  - exclamó Marta mientras descendía precipitadamente por la ladera - Ya hablaremos ¿Vale?... ¡Será mejor que vuelvas al autobús con el Machuca y los demás!
    Cuando Marta ya no podía oírle, Gafoide terminó su frase:
- Yo... ¡Te quiero!

Retrocedamos en el tiempo exactamente un minuto y diez segundos: 
- ¡Aaaaaaaah! - Marta ahogó instintivamente el grito con la palma de su mano y se giró hacia dónde había surgido la gélida voz. 
- ¿Qué ha sido eso? - exclamó Mike.
- ¿El qué? - Tom emergía la cabeza del agua y soltaba un chorro de agua por la boca. 
- Me ha parecido escuchar una especie de grito ahogado que provenía de esa roca de ahí arriba.
- No sé, chaval, yo no he oído nada... Estaba buceando ¿sabes? ¡Ahí abajo he visto unas rocas flipantes... Si logramos llegar al fondo y arrancar alguna...
- Cubre bastante, tío... - avisó Mike - unos cuatro metros o así, pero podemos intentarlo.
- ¡Vamos allá! ¡Señor Moratalla, inmersión! 
    De cinco o seis potentes brazadas nuestros amigos alcanzaron el rocoso lecho del río. Aguantaban la respiración con los mofletes hinchados e intentaban apartar unas rocas gordotas y redondas, cuya resbaladiza superficie estaba cubierta parcialmente por musgo y líquenes. Detrás de ellas había una hendidura en cuyo interior parecía brillar algo. Los esforzados buceadores trataban de llegar hasta la luminosa veta, cuando, de repente, una de las piedras redondas cedió y en su caída arrastró a las otras. Cual no sería su sorpresa al ver que la entrada de una pequeña gruta subterránea se abría ante ellos. Pero se estaban quedando sin aire en los pulmones, y no tuvieron más remedio que subir a la superficie. La excitación provocada por el descubrimiento y el cansancio producido por el esfuerzo les impidió decir nada; tan solo soltaron unas risitas nerviosas y ahogadas, tomaron aire de nuevo y volvieron a sumergirse. Esta vez entraron nadando por la angosta oquedad, siguieron avanzando varios metros, internándose en el corazón del desfiladero y tras describir una ligera curva ascendente, emergieron en una imponente cueva llena de estalactitas y estalagmitas; un lugar fascinante pero sobrecogedor a la vez. 
    Tomaron aire y descansaron en la orilla que el agua formaba en el límite de la pared rocosa. Curiosamente, la cueva estaba semiluminada gracias a unas tenues iridiscencias fosforescentes que surgían de unas vetas en la pared. Un fantasmagórico fulgor verde envolvía el ambiente y de paso, a nuestros héroes. Mike se fijó en la piel de su compañero de aventura:
- ¡Je, je... Pareces el increíble Hulk!
- ¡Tío, esto es... increíble!... ¡"Im-presionante"! - A Tom solo le faltaba babear.
- Hablando así pareces un híbrido de David Bisbal y Jesulín de Ubrique. 
    Tom se levantó y avanzó cuatro o cinco pasos, internándose en la cueva; sus pies descalzos pisaban con mucho tiento la superficie resbaladiza de la piedra húmeda y rugosa; un paso en falso y podría darse una costalada digna de figurar en el Libro Guinness al golpe con mayor número de huesos rotos. La temperatura tampoco ayudaba: el agua estaba templada, pero fuera de ella hacía bastante frío. Y no olvidemos que nuestros improvisados espeleólogos iban por la cueva en cueros vivos. 
Se acercó el rubio a una de las hendiduras en la pared y pudo observar en el interior la superficie homogénea de un mineral cristalino, de un color verde pálido. Cuando aproximó la mano para tocarlo, el extraño mineral aumentó la intensidad de su brillo. Asustado, Tom retiró la mano e inmediatamente el fulgor se apagó. Llamó a Mike, excitado por el hallazgo:
- ¡Mira, tronco... Brilla!
- ¿El qué? - preguntó el Panocha, incorporándose.
- ¡Es un pedrusco que brilla cuando lo tocas!
- Pero... ¿Qué dices? ¡A ver!



    Mike se acercó a la posición de Tom y tocó el filón de mineral. Cuando empezó a emitir un intenso brillo retiró el dedo rápidamente.
- ¡Ah! ¡Que me quemo! 
- No te asustes, no está caliente... Mira, ¡Tócalo otra vez y verás!
- ¡Lo mismo es radiactivo, tronco! - Mike estaba más tenso que Doraimon en un control de aeropuerto - ¡Que yo sepa, la piedra-linterna no existe!
- El gordo Machuca lo va a flipar cuando vea esto en nuestra colección - Tom no hacía ni caso a Mike y se dedicaba a golpear la superficie cristalina con un canto rodado que había cogido del suelo.
¡Clonk... Clonk... Clonk!...
    A consecuencia de los mamporros, se desprendieron de la veta cuatro pedazos de mineral verde, que cayeron a los pies de los chicos. Tres trozos eran del tamaño de un albaricoque, más o menos, y el otro, más pequeño, como una almendrita. Mike venció su inicial aversión y ayudó a Tom a recoger los pedazos. 
- Oye, creo que si nos quedamos aquí más tiempo moriremos congelados - dijo Mike, tiritando, al tiempo que con un gesto de su cabeza señalaba la lagunilla subterránea de agua calentita - ¿Qué tal si nos vamos?
    Completamente de acuerdo con el pelirrojo, Tomás Valenzuela se lanzó al agua y, acto seguido, su amigo le imitó. Cuando el eco del chapuzón se hubo apagado, el más profundo silencio volvió a reinar en las entrañas de la gruta perdida de la Garganta del Diablo.

    Tom y Mike salían tan contentos del río, sin poder pensar en otra cosa que no fuera su reciente hallazgo, que no se dieron cuenta de que alguien les esperaba en la orilla. Cuando el agua solo les cubría ya de rodillas hacia abajo, la vieron. 
- ¡Os parecerá bonito, mamarrachos! ¡Menudo susto que me habéis dado! ¡Creí que os habíais ahogado! ¡Idiotas!
- ¡Marta Rubiales! ¿Pero qué haces aquí? - los chicos se llevaron instintivamente las manos a la espalda, para ocultar su hallazgo. 
- ¡Vaya, vaya... - A Marta se le quitó la preocupación de sopetón y estaba ahora al borde de la carcajada - ¡Qué espectáculos nos brinda la madre naturaleza!
    Al ver las sugestivas miradas a media altura que les echaba la rubia, los chicos recordaron entonces que no habían traído bañador y que estaban como su madre les trajo al mundo. En un acto reflejo instintivo, se llevaron las manos hacia delante para taparse las partes nobles, y entonces lo que recordaron, con agudo dolor por su parte, es que tenían las manos llenas de duros pedruscos.
- ¡Ay, ay, ay, ay!... - sin tiempo para revolcarse por el suelo, el improvisado cuadro flamenco volvió a meterse en el río, esta vez en una zona más profunda que permitiera ocultar sus vergüenzas y mitigar su dolor. Por un momento lamentaron que el agua fría estuviera veinte metros más allá.
    Rubiales, ya sin contenerse, se tronchaba de la risa mientras Mike, con voz aflautada tipo "castrati", reclamaba su atención:
- ¡Vale ya! ¿No?... ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Tía, date la vuelta que tenemos que salir!... ¡Ay, ay, ay, ay!
Marta recordaba la advertencia de Gafoide sobre la posibilidad de que aquellas aguas estuvieran contaminadas por radiactividad; sabía que veinte kilómetros al norte se encontraban las instalaciones de una central nuclear, pero a pesar de lo dramático del supuesto, Marta no podía evitar partirse de risa.
- ¡Ja, ja, ja, ja!... ¿Sabéis qué?... Ja, ja, ja, ja!... ¡Creo que eso de que la radiactividad aumenta el tamaño de las cosas, como en "Godzilla", es un mito!... Ja, ja, ja, ja!...
    Tomás y Miguel no entendían nada, tan solo querían ponerse la ropa.
- ¡Déjate de coñas, tía! ¡Pásanos la ropa! ¡Mira, está ahí, en esos arbustos!
  Marta cogió la ropa de los chicos y tuvo entonces una brillante idea.
- ¿Qué escondéis ahí? 
- ¡Nada que te importe, Rubiales! - exclamó Mike, un tanto irritado.
- ¿Ah, si?... Pues, o me lo decís, o volvéis a casa enseñando el "ziringanillo" - e hizo ademán de largarse corriendo con la ropa de los atrapados bañistas. 
- ¡¡Espera, espera, espera!! - gritaron los mozos, escandalizados ante la posibilidad de tener que presentarse en bolas delante del Machuca y sus compañeros de clase - ¡Está bien, te lo diremos, pero jura por éstas - Mike hizo un gesto con el dedo en sus labios - que no se lo dirás a nadie! ¿Vale?
- ¿Ni siquiera a Bea?
- Ni siquiera a Bea.
    La joven se lo pensó un poco. Pero no demasiado:
- ¡Seré una tumba!

    Una vez secos y vestidos, los chicos cumplieron su palabra y contaron con pelos y señales a Marta todo lo que había ocurrido. Hasta que no tocó con sus propias manos las piedras "mágicas" que brillaban solas, la muchacha no se creyó una sola palabra. Luego, maravillada, exclamó:
- ¡Chicos, esto es muy fuerte... Me parece que presentaremos en equipo el trabajo de ciencias!
- ¡Eh, no te pases! - Mike cogió de nuevo las rocas y las apretó contra su pecho - el trato era contártelo, no compartir contigo "mi tesoro". Por un momento su mirada semejó la de Gollum de "El Señor de los Anillos".
- Bueno... - dijo, Tom, condescendiente, y sin apartar su tierna mirada de cordero degollado del bello rostro de la adolescente - ...tampoco va a pasar nada porque ella tenga uno de los trozos... ¡Podríamos preparar juntos las colecciones!
  Marta agradeció el apoyo a Tom con una dulce sonrisa que hizo que el rostro del joven volviera a "super-ruborizarse". Luego volvió la mirada a Mike y le sacó la lengua, acompañando el gesto con una pedorreta indigna de una señorita de su clase y posición. El pelirrojo, aunque rabioso y un pelín celoso por la inesperada intromisión de la chica, comprendió que no tenía nada que hacer y aceptó el trato. Cuando Tom, Mike y Marta regresaron a la explanada del autocar con el resto de la "Expedición Machuca", era ya la hora de comer. Gafoide les echó una mirada de muy pocos amigos cuando pasaron junto a él. 


La mirada de muy pocos amigos de Gafoide se distinguía bien poco del resto de sus miradas, pero ésta tenía algo especial, turbador, desasosegante... ¿Qué sabía realmente Gafoide? se preguntaba Marta Rubiales... ¿Le gustaré un poco a Marta? se preguntaba Tomás Valenzuela... ¿Qué me habrá puesto mi madre de bocata? ¿Mortadela de aceituna otra vez? se preguntaba Miguel Moratalla.
    Todos los colegiales abrieron sus mochilas y sacaron sus respectivos bocadillos. Algunos, ante la irregular forma de su emparedado, levantaban la tapa de pan de la parte de arriba e intentaban reconocer, sin éxito, algún ingrediente. Había bocatas de todas las formas y sabores: De jamón, de queso, de jamón y queso, de tortilla de patatas con pimientos verdes fritos, de tortilla de patata a secas, de tortilla francesa a secas, de tortilla francesa de jamón seco, de "Granos de maiz tiernos fileteados al bies, caramelizados al hinojo con foie", de fuagrás, de chopped pork, de chorizo, de salchichón, de sobrasada, de salami, de galantina de pavo, de orugas...  
  ¿De orugas? 
  Era evidente que el Torro y el Pajares eran los "chefs" responsables de éstos últimos bocadillos. Los "graciosos  sin gracia" se acercaban a la víctima y le preguntaban:
- ¿Qué? ¿Qué tal están los calamares?
  Yola, en un inexplicable ataque de curiosidad, echó un vistazo al interior de la mochila del "Morci" e instantáneamente se arrepintió de haberlo hecho:
- ¡Aaagg! ¡Cof! ¡Cof! - tosió - Perdona Morci, pero creo que alguien ha echado la "pota" en tu mochila... ¡Uf!... ¡Buaggg!
  El Morci miró dentro para comprobarlo:
- ¡Qué va!... - dijo muy tranquilo - es que mi madre me ha puesto sandwiches de ensaladilla rusa que sobró anoche de la cena, y como he estado sentado sin darme cuenta encima de la mochila, se han aplastado y se ha desparramado todo por el fondo. Además creo que la botella de agua estaba mal cerrada y se ha mezclado toda la paporreta con el líquido. Je, je... ¡Mira!
  El gordito sacó la mano de la mochila y mostró a Yola una plasta de complicada definición y de textura y olor aborrecibles. Ni los guisantes habían podido salvar su forma primigenia. Unos viscosos y espesos chorretones amarillentos colgaban flácidos de los extremos de la palma de su mano y caían luego al suelo cual espeso excremento de paquidermo que reventaba y repartía mayonesa con perdigones patatíferos en cinco metros a la redonda. Ni que decir tiene que la asqueada chica salió corriendo y ese día no pudo probar bocado; ni siquiera de la media barrita de muesli y fibra que llevaba para comer. 
  Mike vio a su amada corriendo a lo lejos, entre arcadas y matojos. Tentado estuvo de ir a su encuentro para consolarla, pero no encontró el suficiente valor y se quedó allí, con su bocata de mortadela de aceitunas entre las manos, lamentándose de su desastrosa vida amorosa y de la escasa variedad de fiambres y embutidos que manejaba su madre a la hora de confeccionar bocadillos.
  En el interior del autobús, el Machuca y el conductor se habían despertado, y después de zamparse tres filetes empanados con pimientos cada uno y de beberse una bota de dos litros de vino tinto, se volvieron a quedar "sopa". El Torro y el Pajares aprovecharon la segunda cabezadita de su "profe" para colocarle bajo el peluquín la escolopendra que habían atrapado anteriormente. Tras haber sido picado por el bicharraco varias veces, a don Celedonio se le puso la calvorota como una berenjena.
La ocurrencia de los gamberros fue festejada con jolgorio y extremo regocijo entre la mayoría del alumnado, pero fue especialmente celebrada por Miguel Moratalla, quien, con más rencor del deseable, murmuraba por lo "bajinis":
- ¡Hala, Machuca... Demuestra ahora que tienes la cabeza para algo más que para transportar peluquines polvorientos y escolopendras venenosas!

  A las cinco y cinco de la tarde, con las mochilas llenas de piedras y las cabezas al límite de la insolación, la expedición mineralogicoamachucante de 2ºB emprendía el regreso a casa.
- ¡Vaya, sí que es mala pata! ¿Eh? - Venancio Trompos no quitaba ojo a la escandalosa inflamación que coronaba el coco del Machuca - También es casualidad que se le cuele una alimaña de esas en... en el cuero "cabezudo"... ¡Mecachis!
- ¡No sé, no sé!... Para mí que no ha sido tan accidental como usted cree - El maestro miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor y veía a la gente aguantándose la risa. Decidió pasar del tema y concentrarse en las correcciones de su próximo libro pedagógico.
- Es una pena - pensó mientras sacaba un grueso portafolios de su cartera - que ya exista un libro llamado "Crimen y Castigo", ya que es el título ideal para este ensayo.
  El tratado en cuestión, un viejo proyecto en el que llevaba trabajando largo tiempo, consistía básicamente en un extenso listado de penas ejemplarizantes aplicables a las diferentes faltas cometidas en instituciones académicas. A saber: leves, menos leves, nada leves, graves, muy graves, gravísimas y de expulsión directa. Este último apartado ocupaba más de las tres cuartas partes del libro, de modo que don Celedonio se estaba pensando el titularlo simplemente "Expulsión".

  Desde los asientos traseros del bus, Bea no apartaba la vista de Tom y Mike. Autoconvencida de su propia teoría, se había montado una película en la mente en la que sacaba a empujones del armario a los dos pobres muchachos. Interrogó sin piedad a Marta durante todo el viaje, y a pesar de que su amiga lo negaba todo, ella siguió erre que erre. Incluso les dedicó una odiosa tonadilla:


        "En la puerta del colegio
hay un charco, y no ha llovido.
Son las lágrimas de Moratalla
porque Valenzuela no ha venido"

  A las siete de la tarde, aproximadamente, el autocar llegó a la puerta del colegio y los alumnos fueron descendiendo del vehículo. Cuando salió el Morci, todos se fijaron en la enorme mancha de humedad que "decoraba" los bajos de su abrigo y la totalidad del pantalón. Los de siempre, el Torro y el Pajares, le habían metido sin que se diera cuenta una bola de nieve en el bolsillo que se había ido derritiendo poco a poco. 
  La mayoría hizo suposiciones erróneas: 
  ¡Morci-sa-meaaaao!
  ¡Morci-sa-meaaaao!
   El pobre Morci, ante el escarnio al que estaba siendo sometido, no pudo evitar echarse a llorar, lo que hizo que el inmisericorde grupo de torturadores cambiara inmediatamente la cantinela:
  ¡Morci-sun-lloríííca meóón!
  ¡Morci-sun-lloríííca meóón!
  El humillado chaval, hecho una piltafra psicológica, pasó al lado de don Celedonio, que, para remate, va y le dice:
- ¡Pero alma de Dios, Cruz... Si tenía usted ganas de orinar, debió de comunicármelo, que ya es usted bastante mayorcito como para hacérselo encima! ¡Será posible!
  El comentario del profe  hizo que la muchachada se tronchase de risa. Al pobre Morci ya no hubo quien le consolara en toda la tarde... 
  ¿Por qué tanto odio?
  El Torro y el Pajares estaban muy satisfechos del día de excursión. Se lo habían pasado en grande gastando bromitas de mal gusto por doquier y ahora se alejaban calle abajo, dándose puñetazos en el hombro mutuamente  camino de sus casas. Una voz conocida les llamó:
- ¡Eh, payasos! - Era Mike - algún día nos vamos a reír los demás de vosotros... ¡Donde las dan las toman!
  Los macarras hicieron amago de ir a por el Panocha, pero se contuvieron porque todavía estaba presente el Machuca, que sujetaba un enorme trozo de algodón sobre la picadura mientras les vigilaba.
- ¡Hala, hala!... - les gritó - ¡Circulen, vuelvan a sus casas, que aquí ya no hay nada que ver!

Continuará

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