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jueves, 6 de diciembre de 2012

128.- Charly de las Heras, el auténtico marqués de Vadillo



"I´ve just seen a face" The Beatles

Carlos de las Heras Ibáñez, Charly, fue uno de los colaboradores habituales del fanzine "El Pirata" original. Gran aficionado a los cómics, coleccionaba los ejemplares de "El poderoso Thor", de la editorial "Vértice" y solíamos juntarnos los fines de semana para pergeñar, boli "BIC" en ristre, las excelsas aventuras de su alter ego "Super Furia" y las de el grupo de superhéroes "Los Vencedores". Sonaban por aquellos tiempos las notas de alguna canción de unos "Beatles" recién separados, y discutíamos acerca de quien era más poderoso, si el malvado Torro o el doctor Risi, y jugábamos a convertir a los pobres compañeros de clase del "Insti", en patéticos villanos de opereta.

De aquellos felices días de cuartillas y tinta es esta joyita: una historieta cutre y espléndida, cuyas páginas tenían el minúsculo tamaño de 5 x 8 centímetros. No conserva la portada, por lo que ignoro el título. Me he permitido la licencia de llamarla... 








¡Este cómic es la polla (salchicha dura de carne) en vinagre! ¡Un crack, el Charly!

Además de su faceta de dibujante de cómics (una lástima no poder editar las historietas de Super Furia, ya que ignoro dónde fueron a parar), también cultivó una vertiente literaria. Estos dos magníficos relatos fantásticos fueron publicados en "El Pirata", en los números 3 y 5, de 1982.

Maquetación original de los relatos de Charly de las Heras para "El Pirata", fanzine suburbial alegórico.



Error

    Realmente no se puede decir que estuviera tranquilo. Era la primera vez que iba a estar en un hospital por unos días. Lo mío si que era obsesión, una simple operación de apéndice y yo pensaba que me iban a pasar multitud de cosas. Si, era cierto, tenía miedo, casi nunca estaba enfermo y lo del apéndice me había cogido por sorpresa.
    Pienso que nunca es agradable el ambiente de un hospital para nadie, pero yo, Julián, que así me llamo, creo que sobrepasaba todos los límites del terror hacia el lugar que ahora representaba mi encierro. Les estaba dando la posibilidad de que me tocaran, me abrieran, me colocaran todo como quisieran. No, no me sentía nada bien. Sin contar, además, con todos aquellos zombis deambulando por los pasillos; casi se podía decir que se encontraban bien allí, con sus batas blancas, presumiendo delante de amigos y familiares de tal o cual habitación, con música o televisión. Todo esto sin hablar de los ya operados o en rehabilitación ¡Qué asco! Con bultos aquí o allá, vendajes, escayolas y un sinfín de cicatrices… ¡Monstruos! Eso es lo que eran, monstruos. 
    Por un momento, el miedo que me invadía casi me sirve de excusa para escaparme, pero, recapacitando, comprendí que todo aquello, en el fondo, era por mi bien ¡Cuánto amaba mi salud!
    La operación fue programada para las cinco. Eran las dos y estaba como un flan, casi no comía nada y me sentía rabioso… Les odiaba, no soportaba sus aires de superioridad… Se creían muy listos.
    Cuando dieron las cinco yo ya estaba en la camilla, preparado y siendo empujado por un enfermero hacia la sala de operaciones. La viveza de las luces del quirófano me cegó al entrar, y me sentí más indefenso que nunca; así y todo permití que el anestesista, preparado con su “banderilla”, hiciera su trabajo, pensando que, una vez dormido, no me enteraría de nada.
    Sentí el pinchazo, y al rato vi entrar al cirujano y a la enfermera. Se suponía que debía de estar dormido, pero no, los vi perfectamente: él, el médico, con su cara peluda y los dientes sobresaliendo de su babeante bocaza, con su mirada de asesino insatisfecho. Sus manos se enfundaron los guantes y gruñó a una enfermera… ¡Buah, qué enfermera, era lo más horrible que había visto en mi vida, con la bata haciéndole la forma de la chepa, los ojos saltones y el pelo verde; sus piernas gordas y combadas la arrastraron hacia mí. Me invadió un horror indescriptible, me aferré a las sábanas con desesperación, viendo al cirujano acercarse, babeando de satisfacción, con su temblorosa mano aferrando el afilado bisturí. Grité con todas mis fuerzas… ¡Me iba a matar!… ¡Me iba a matar! En un gesto de desesperada locura, eché un brazo a un lado, mi mano tropezó con el instrumental encima del carrito… ¡Qué ocasión! Desencajado, cogí un bisturí e hice todo el giro que mi brazo permitió, intentando asestarle un tajo a la horrible criatura vestida de cirujano. ¡Lástima que solo le rozara la cara y el cortante instrumento se fuera a incrustar en la cara de la enfermera, arrancándola una de sus asquerosas bolas vidriosas, por donde le empezó a brotar sangre. Luego cayó hacia atrás, muerta. Hice después lo mismo en sentido contrario, y volví a fallar, pero no se fue de vacío el golpe, el monstruo que hacía de anestesista sintió como su estómago se desgarraba de parte a parte. Envalentonado, me incorporé de la camilla y me fui a por el médico, que corría de espaldas mientras profería gritos de súplica. Haciendo con mi brazo un giro paralelo al suelo de 360º con todas mis fuerzas, vi como su cabeza, después de un pequeño impulso hacia arriba, caía en seco al suelo con estrépito.
    Me sentía satisfecho, había salido victorioso contra ellos. Me querían abrir, destruir, pero se lo impedí. Tambaleándome, llegué hasta el lavabo. Cuando el agua fresca me devolvió cierta lucidez, no pude mirar la orgía de sangre, órganos y cuerpos destrozados por el suelo. A punto de vomitar y totalmente confuso, me acerqué a la puerta, pero he aquí que me llamó la atención un frasco que el anestesista apretaba fuertemente en su mano.
    Lo que leí  provocó que esto os lo esté escribiendo desde mi reclusión psiquiátrica.

¡ATENCIÓN!
Súper Alucinógeno B 612
MUY PELIGROSO

    Y es que un error lo tiene cualquiera.


Carlos de las Heras Ibáñez





¡Ellos!


    Mantenía mi posición frente a ellos. Estos, en apretada formación, parecían no tenerme en cuenta, a pesar de que muchas de sus naves serían destruidas por mi láser. ¡Ah! ¡Cómo recuerdo el tiempo en que nosotros los humanos vivíamos tranquilos. Pero llegaron ellos y desde entonces no nos han dejado en paz. ¡Pero, en fin! Esas son escenas pasadas y este momento es una realidad demasiado tangible como para no apartar mi vista de ellos. 
    Lo presentía: estaban a punto de atacar, confiados en sus victoria; la tensión dentro de mí crecía a pasos agigantados, así que, para relajarme, probé mi láser, más potente que los suyos, y mis poderosos motores tangenciales. Todo estaba en perfecto orden y me encontraba dispuesto a sacrificar mi cordura para destruirlos.
    Sus motores empezaron a zumbar y casi se podía sentir su agresividad. Me aferré a mis mandos tan fuerte como pude. Segundos después, el primero había salido de la formación y se dirigía hacia mí; venía lento y de frente. Casi inocentemente soltó su rayo de plasma, que esquivé con facilidad. Mi disparo hizo el resto y añicos de su nave saltaron por todos los lados. Pero contrariamente a lo que pudiera pensarse, no me sentía confiado; sabía que muy pronto caerían sobre mí  como moscas en un panal.
Efectivamente, acto seguido otras dos naves abandonaron la formación y se dirigieron hacia mí; apreté fuertemente mis dientes y respiré profundamente para relajarme; debía controlar mis nervios o no seguiría existiendo ni una décima de segundo más. 
    Estos dos vinieron de frente, como el anterior, pero mi rayo pasó entre ellos al cruzarse hábilmente, así que tomé la determinación de salirme del ángulo de tiro de uno e irme hacia el otro, al cual no me costó rematar. El segundo pasó de largo y volvió a la formación, esperando su turno.
    Asteroides, meteoritos y planetoides pasaban zumbando a nuestro lado, y esa misma sensación de velocidad y movimiento provocaba en mí una inseguridad antinatural que no acertaba a describir, pero aun así, no apartaba la vista de ellos.
    Ahora eran tres los que salían de formación. El capitán de la escuadra de ataque, flanqueado por dos naves, enfiló recto hacia mi posición. Hacia él traté de llevar mi rayo, pero vi la catástrofe cerniéndose sobre mí y esquivé la primera andanada dando la máxima potencia a mi motor tangencial derecho. La segunda andanada era mortífera y lo presentí. Me dispuse a saltar a mi segunda nave. Cuando mi nave estalló, yo ya estaba entrando en la de apoyo y en pocos segundos conseguí situarla en posición de ataque. El factor sorpresa estaba de mi parte, ellos me creían muerto y lancé una desesperada ofensiva. Dos se desintegraron casi al instante bajo el fuego de mi cañón de protones, pero el tercero, cruzando por delante de mi punto de mira por dos veces, pasó de largo; o al menos así lo creí, hasta que me di cuenta de que se me echaba encima fuera de mi ángulo de tiro. Solo me quedó tiempo para saltar a la última de mis tres naves. Ahora sí que estaba inundado de rabia y desesperación; creí que arrancaba los mandos. Mi dedo se agarrotó ante el botón de disparo y efectué un ataque alocado. Por mi mente desfilaban todos aquellos que lo habían intentado antes que yo y se quedaron sin la gloria de conseguirlo; el comando Galax-ians se reduciría con una muerte más: la mía.
    ¡Qué oscuro se me hizo todo cuando los vi cernirse sobre mí! Ahora el zumbido de sus motores rompía mis tímpanos, y la tristeza de la derrota inundaba el ambiente. Cuando, arrinconado, vi acercarse los destructivos rayos de plasma, vi clara la situación. Solo me quedaba una cosa por hacer: metí mi mano en el bolsillo y… eché otra moneda.

Carlos de las Heras Ibáñez, Charly





A TITULO PÓSTUMO


    Estoy seguro de este pequeño homenaje le hubiera gustado. O por lo menos, se habría divertido leyéndolo. Él sabía divertirse siempre. Unas cuantas líneas y unas ilustraciones para marcarse unas risas que no son sino un humilde tributo al fantasma de un fantasma encantador, mi homenaje a un tipo al que merecía la pena conocer.

    Charly fue una “persona humana” muy ecuánime. Recuerdo que en cierta ocasión, estando con los amigos en el bar, ya en estado semicomatoso la mayoría de nosotros y sin acertar a reaccionar, inmersos en esos momentos en los que queda poco por decir y mucho por potar, intervino Charly para poner las cosas en su sitio. Con la aplastante lógica de aquellos que miran de frente al destino, exclamó :

- Justo... ¡Pon otras cañas aquí a los amigos!

    Y es que no conocí otro tipo que trabara amistad tan rápido y con gente de condiciones sociales tan dispares. Tan pronto le veías alternando tranquilamente con un atracador de farmacias, como al poco rato le encontrabas charlando amigablemente con algún soplapollas estirado, directivo de una empresa de alto “standing”. A veces tenía tal cacao mental, que le recordaba al vicepresidente del Banco Zaragozano que qué pasaba con el radiocassette chorado que le había encargado.

    Carlos de las Heras Ibáñez, “Charly” para los amigos, tomó la vida con la misma velocidad con la que tomaba las curvas. Sería un tópico desear que descansara en paz, de todos modos tampoco creo que le apeteciera mucho.
                                                                                                                            

Rafael Martínez Sainero, "Pirata".



"Eleanor RigbyThe Beatles

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