jueves, 17 de septiembre de 2015

376.- AGUSTINA y el LIBRO DE LA SELVA VIVIENTE

Hace mucho, muchísimo tiempo, existía en un barrio obrero de la Villa de Madrid, una preciosa niña de lindos bucles dorados, ojillos picaruelos de color azul cielo, a la que sus padres habían puesto el nombre de Agustina. Nombre este que casi todo el mundo asocia a la famosa homónima de Aragón, la del cañón y la camisa hecha jirones defendiendo de las odiosas tropas gabacho-napoleónicas* la heroica ciudad de Emerita Augusta.

*No sé por qué, pero mi ofuscada mente siempre ha relacionado la imagen del cuadro de Delacroix, “Libertad guiando al pueblo” (esa en que una alegoría con la teta fuera encabeza la asonada parisina de la toma de la Bastilla) con Agustina de Aragón. Y en mi imaginación siempre la veo con una teta asomando entre los jirones de una camisa destrozada y ensangrentada, encendiendo la mecha de una gigantesca pieza de artillería, con el cadáver de su amado a sus pies, gritando a voz en cuello:
- ¡Ale, mañoooo! ¡Amos a darles pal pelo a estos gabachicos de mierda! ¡Mátame camión!
En el fondo de mi enfermizo cerebro, soy de la opinión de que todas las heroínas de la historia deberían haber ido con una teta fuera… menos Juana de arco, que lo tenía francamente chungo con esa pesada armadura.




Tras este absurdo asterisco, volvamos a nuestra apasionante historia: La tan tierna niña de 8 años de edad, tenía un compañero de colegio que se llamaba El Rafi. Nombre este que suena a moro que te cagas, pero que pertenecía a quien les habla o escribe y puede suscribir y garantizar con título de castellano viejo su limpieza de sangre.

Este mozuelo, de carácter alegre, pero tímido e introvertido, sentía una rara fascinación por Agustina. Le producía un placer sin mesura, que llegaba hasta erizar el vello de su piel, el simple hecho de escuchar su dulce vocecita entre afónica y atiplada. Podía quedarse horas contemplando su rostro y el tiempo se paraba si su atención se posaba en el brillo de un mechón de su cabello.

Ambos dos infantes eran compañeros de clase desde hacía cuatro años, y en ese limbo donde se mezclan los sueños, los recuerdos y la realidad, quizás se besaron en secreto en el rellano de la escalera, dos pisos por encima del colegio Astur de la Colonia de San José Obrero, en la calle dedicada a un tal Álvarez Abellán, que vaya usted a saber quién coño era.

Edificio donde estaba el Colegio Astur, en el primer piso ese todo enverjado.


En otro orden de cosas, pero sin perder el hilo de nuestra narración, el 16 de diciembre de 1968 se estrenaba en España el que por aquel entonces era el último éxito de la factoría Disney: "El Libro de la Selva", que resultaría ser, con el tiempo, la versión más universal y aclamada de la famosa novela de Rudyard Kipling. Esas mismas navidades nos llevó mi madre al cine Imperial a ver la peli. ¡Qué gozada! No me pudo gustar más. Los dibujos eran fascinantes. Los paisajes de fondo, gloriosos. El guion, magistral… y la música, ¡para qué contarte!… ¡¡Era el sumun!! Louis Armstrong, ni más ni menos. El doblaje era un tanto “latino”, por llamarlo de algún modo, pero en la España de aquella época pensábamos que así se hablaba realmente en Disneylandia, y hasta nos resultaba agradable. ¡Qué tiempos!



Salí del cine encantado, convertido en un fan absoluto de todos los personajes. Al día siguiente me compré el álbum y comencé la colección de cromos, y como guinda al pastel, esas navidades los reyes "Majos" me trajeron el disco-libro del "Libro de la Selva". Sus Majestades de Oriente no debían saber que en mi casa no había tocadiscos, pero a mí me dio igual, yo estaba feliz como una lombriz. 



El primer día de cole del año, todos acudimos con nuestro juguete de reyes preferido. Yo llevé el disco-cuento y fue todo un éxito, ya que la señorita María Teresa tenía un tocata y pusimos en clase las maravillosas canciones “Busca lo más vital” de Baloo y la de “Quiero ser como tú” del rey Louie. En el pupitre de al lado, Agustina me miraba con una sonrisa digna de paralizar el espacio-tiempo y observarla durante dos eternidades.




A los pocos días, Agustina, cuyos progenitores regentaban un colmado de coloniales y ultramarinos a la espalda del colegio, regaló al Rafi un enorme estuche plastificado con unas figurillas articuladas en su interior. ¡Qué pasada! ¡Estaban casi todos: Mowgli, Bageera, Shere-Khan, Rey Loui, Baloo y un buitre rubio con pinta de Beatle.
Era una de esas promociones de Nestlé que para conseguir el premio tenías que comprar cinco arrobas de Nesquik Instantáneo en polvo. ¡Qué detallazo!



Durante el tiempo en que duró la promo, al quitar la etiqueta de los botes, por detrás venia una historieta del libro de la selva en blanco y negro. Pero había algunas etiquetas premiadas y decían algo así como "Has ganado un Juguete del libro de la Selva Viviente de Nesquik". Y solo una entre chorrocientos mil tenía como premio lo que ahora tenía entre las manos. ¡La caja completa con todas las figurillas!



  
Me quedé como paralizado, solo lograba balbucear algunos “gracias” ininteligibles y fue ella la que me dio un beso. No cabía en mí de gozo.

Pasó el tiempo, el colegio terminó, comenzó el instituto y nuestros destinos se separaron. O eso al menos pensaba yo. Tras cuatro años peleándome con el álgebra, la trigonometría, la aritmética y el cálculo, además de con el “Chuchi” y el “Rata”, mi santo padre decidió mandarme a una academia de verano para repasar la mates antes del examen de septiembre. Mira tú por dónde, al ver a mis nuevos compis de la academia, me encuentro de nuevo cara a cara con el primer gran amor de mi vida. Pero lo que había sido un perfecto amor platónico hacia una guapa niña de diez añitos, pasó a convertirse en menos de un segundo en una atracción física casi dolorosa. Agustina era ahora una adolescente de rompe y rasga, una versión tennager de Cibyll Shepperd con un par de… de ¡ojazos azules! Y unas medidas de aproximadamente 90-60-90 cm. Ni que decir tiene que durante todo el verano no miré ni una sola vez a la pizarra, hipnotizado por semejante demostración de exuberancia de la madre naturaleza, qué ríete tú de las cataratas del Iguazú.

Aquel verano terminó y nuestros destinos se volvieron a separar. Ignoro si ella me reconoció mientras duró el repaso matemático estival, de cualquier modo ninguno de los dos dijo nada. Yo aprobé las mates de cuarto gracias a la intervención divina de algún santo y de nuevo Agustina pasó a ser un agradable recuerdo.

Al cabo de un tiempo, concretamente 3 años, iba yo caminado tan pancho por el turístico camino viejo de Leganés, cuando vi en el suelo, tirado al pie de un cajero, un carnet de identidad nuevecito. Lo recogí, y al ver quién era el titular, quedéme todo yo de pasta de boniato ¿Sería posible? ¡El Documento Nacional de Identidad era el de mi añorada Agustina Rodríguez López! En esos instantes, a pesar de mi natural agnosticismo y descreimiento general, puse en duda mis principios y comencé a sopesar la existencia de un karma que rige el universo…. ¡Tamaña casualidad! ¿Qué intentaban decirme los taimados dioses con tantas irrefutables pruebas? ¡No lo puedes evitar! ¡Es la chica que el destino te tiene asignada! Ahora tenía su dirección y también la excusa perfecta para volver a encontrarnos. El destino había hecho que ella perdiera su carnet y que precisamente yo lo encontrara. Lo tuve varias días en mi poder, mirando su linda cara y lamentando que la foto no bajara más allá de su cuello. Al final lo llevé a su buzón, donde lo deposité sin nota alguna. Me alejé con una sonrisa en la cara. Mi querida Agustina se perdería para siempre en algún rincón de la memoria, y yo no quería forzar nada, encantado de que fuera la vida la que diera las sorpresas. Sin duda es así todo mucho más mágico.

Rafael martínez Sainero, Pirata 2015



2 comentarios:

  1. Hermosa historia, hermosos recuerdos. ¡Cómo me gustaba Baloo! Buen martes. Carmen.

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  2. Gracias, Carmen. Me alegra que te haya gustado. Con el paso del tiempo todo se distorsiona, pero la esencia, el poso de felicidad que sentí en aquellos tiempos, perdura.

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