viernes, 21 de septiembre de 2012

108.- Don Quijote, el Siglo de Oro y otras locuras


Quimeras y desvaríos de don Alonso Quesada

- En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

    El narrador, hombre de chapa y caletre, ahigadado caballero de grave voz y perfecta modulación, aprovechó el punto y seguido para toser levemente antes de la olla de algo más vaca que carnero. Poca cosa, si se compara con el acople en el "micro" que sucedió a los dichos espasmos laríngeos, y que impidió al respetable oír algo más que un continuado zumbido agudo hasta el palomino de añadidura.

    Pero estos leves inconvenientes en el solemne inicio de la enésima Lectura del Quijote no supusieron óbice para que don Alonso Quesada, uno de los anónimos asistentes al evento y gran degustador destas maratones literarias, volviera a emocionarse con el magistral párrafo que da comienzo a la novela más famosa de todos los tiempos.
  Don Alonso había leído y escuchado esas célebres palabras en incontables ocasiones y, lejos de aburrirle o hastiarle, siempre lograban llegarle al corazón. Cavilaba en que el texto semejaba el principio de un cuento para niños: sencillo, bello hasta el dolor de puro llano. No en vano, en tiempos menos discretos que el de ahora, aunque de más hombres sabios, llamaban a las novelas “cuentos”.
  Transcurría plácidamente la sesión de lectura y el señor Quesada, al que le empezaba a hacer efecto el carajillo doble que se había metido entre pecho y espalda momentos antes, dejó volar la imaginación: Por el escenario de su mente subían al estrado para leer cada uno un fragmento de "El Quijote", ingenios como Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Calderón, Jovellanos, Moratín, Cadalso, Bécquer, Galdós, Unamuno, Machado... ¡Y cómo no! el propio don Miguel de Cervantes, padre orgulloso desta criatura, que más lo estuviera si hubiera podido saber lo iba a significar su obra con el paso de los años.

¿Cómo es posible - reflexionó nuestro buen don Alonso con tantos hombres de letras en la mollera - que con este inconmensurable bagaje cultural, con este Tesoro de la lengua castellana o española al alcance de nuestras manos, unido todo ello a la riqueza que suponen las nuevas formas léxicas de todos los países de la América latina y a la lógica evolución del lenguaje y los ríos de nuevos vocablos, que son sinnúmero y vierten en el voraz mar de nuestro común idioma, se escriba como se escribe y se hable como se habla?


  Parecíale a don Alonso (pensaba "de que", que dirían agora), "en la medida en que" se sumergía con talante “cotejador” en el odioso mundo de las comparaciones, que el habla y la escritura contemporáneas no le llegaban, "ni por activa ni por pasiva", ni "en el ámbito de lo cuantitativo ni lo cualitativo", a los talones “de lo que es” (lo que fue, en este caso) el habla y la escritura del Siglo de Oro. Renegó seguidamente de las causas que según él habían dado al traste con la grandeza de nuestra lengua: una educación insuficiente y de mala calidad, la pérdida del hábito de la lectura (de libros), el hábito de la lectura (de prensa deportiva) la contaminación de los idiomas foráneos, la nefasta influencia de los modernos medios de comunicación, el modo de expresarse de los que están en el “candelabro” o de los balompédicos analistas televisivos...

  Se conjuró pues entre sí, a partir de ese momento que a él le pareció histórico, a pergeñar otra magna novela, semejante a la de Cervantes, con la que dejar en punto de toda perfección la vilipendiada narrativa actual. ¡Su obra significaría un definitivo renacimiento de las letras hispanas como no vieron jamás las "humanas personas"! ¡Un punto de inflexión, caramba! ¡Y si, de paso, vendía lo que la señora Rowling con su púber hechicero de Hogwarts, mejor que mejor!

    Dicho y hecho. Salió don Alonso apresuradamente de la sala de conferencias y entró en la primera librería de dimensiones aceptables que encontró. Curioseando entre los estantes, observó espantado que casi no había en el mercado novelas históricas (tan solo el noventa y cinco por ciento de lo editado era ficción histórica) y específicamente, que apenas se editaban obras que tuvieran al Madrid de los Austrias como escenario de su acción. ¡Vive Dios que tal filón no podía quedar desaprovechado! Determinó en ese mismo instante embarcarse en un profuso proyecto literario que habría de llevarle a editar una densa megahistoria que navegaría inclusa en una basta nonalogía, abarcando en su totalidad los reinados de Felipe III y Felipe IV.  Él sólo, con la única ayuda de su pluma, su ingenio, y cuantos carajillos dobles hubiera menester, echaría luz sobre los insoldables misterios que rodearon las muertes de don Jeremías Salcedo, de Enrique IV de Navarra, de doña Margarita de Austria, de Rodrigo Calderón y del conde de Villamediana. Incluso, ya metidos en harina, desvelaría las causas que llevaron a las inocentes benedictinas de San Plácido a caer en brazos de Luzbel.

Los demonios de San Plácido y un "Velázquez" para limpiar la conciencia del rey pecaminoso.

  ¡Cual no fue la sorpresa de la señora esposa de don Alonso Quesada cuando, aquel día, en lugar de con el "As" y el "Marca", le vio aparecer en casa con las obras completas de Justus Lipsius, las del Padre Mariana, y un compendio de memoriales de los más exacerbados arbitristas de la época!
  Encerróse el iluminado en el desván y siguiendo primero los pasos del ingenioso hidalgo, dio en nadar en mares revueltos de Espladianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Florambelos, Esferamundos, Alatristes, Galaores y el celebrado Amadís el gaulés, padre desta máquina, que compuso una dama portuguesa. Luego se empapó de cultura barroca hasta el colodrillo, llegando a aprenderse de memoria desde "La Gloria de Niquea" hasta "La verdad triunfante, tratado apologético, en defensa de la antigüedad, propriedad y patronato de Nuestra Señora de Atocha en Madrid", que ya hay que tener hígados.

El Misterioso asesinato del Conde de Villamediana

  Pasó el tiempo y el caso fue que don Alonso nunca empezaba el tan cacareado novelón, y no paraba de documentarse y documentarse. Llegó a tener tanto dato recabado, que pensó incluso en olvidarse de la novela y editar un mucho más pragmático "Manual completo para escribir novelas ambientadas en el Madrid del Siglo de Oro".

  Se enfrascó tanto en su lectura el buen hombre, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio.
  Un día su mujer le dijo que estaba muy pesado con todo ese rollo de la novela sobre el siglo XVII, y que estaba empezando a obsesionarle. "No creo que sea para tanto", le replicó don Alonso, y siguió leyendo tranquilamente el periódico. Se fijó entonces en una noticia de la sección "sociedad" que le llamó la atención: "El consumo de alcohol se dispara entre los jóvenes en las noches de fin de semana". Indignado por tal comportamiento, le dijo a su cónyuge:
- Esteme atenta Vuesa Merced, mi señora doña Teresica del Niño Jesús, que es cosa de oírse lo que háyase escrito hoy en los avisos: "Grande aumentación del mucho número de pollos e pollas armados a lo de Baco en la colación de azumbres del de dos orejas en las festivas noches, que no se puede sufrir"
- ¡Ya lo creo que no se puede sufrir! - exclamó su esposa, marcando el número de urgencias de la residencia del doctor Sugrañes para enajenados crónicos - sí... así es, enfermera... le ha vuelto a dar el ataque... Ahora dice no se qué de la polla de Baco, armada y azumbrada hasta las orejas.
Cuando doña Teresilla del Niño Jesús vio tras la ventana como introducían a puñadas y mojicones a su pobre marido en la ambulancia, no pudo evitar decir:
- ¡Oh, pecadora de mí! Poco se me entiende de parasismos de la chola, pero me da que mi señor esposo lo ha de los cascos. Sea en buena hora… ¡Ea, a la ida del humo!... ¡Allá darás, rayo, en casa de Tamayo! - y recogiendo del suelo el periódico, se sentó en el sofá. Abrió el tabloide por la sección de "Relax", y dónde ponía: "Asiáticas simpáticas y jóvenes. Escúchame cómo me lo hago con mi amiga", leyó entre sí: "Orientales ninfas del agarro, cotorreras de gracia y pocos años. Oiga voacé de cual güisa me holgo con mi amancebada"
  Y es que, tal y como me decían mi abuela y mi médico de cabecera, todo se pega, menos la hermosura. 

  Así pues, caros lectores, este es mi útil advertimiento: haced de la lectura algo pegadizo, pasad los libros de boca en boca, de mano en mano, de corazón en corazón y acabad todos contagiados de la bendita locura de Don Quijote de la Mancha y la de su nunca suficientemente loado creador.

En «wād al-ḥaŷara» (واد الحجرة o وادي الحجرة), a los veinte días de abril del año de Nuestro Señor Jesucristo de dos mil y cuatro.

© Rafael Martínez Sainero
Extraído del volumen "Traducciones y Contagios"


Preciosa librería "Shekaspeare & Company" en París.
Ilustración "Libros Antiguos" de Judy Gibson.

3 comentarios:

  1. Mi amiguete Varilla, persona leída y buen degustador de aquestas filigranas literarias, comenta (con gran criterio):

    Ameno. Lectura fluida y ágil. Erudito contenido. Inteligente uso, sin abuso, del arcaicismo. Así escribe mi amigo Rafael Martínez Sainero: Como dios.

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  2. Un tal Jehová Todopoderoso de Dios nos envía a la redacción un ángel con trompetas y espada de fuego con este mensaje:
    Díganle al tal Varilla que yo escribo muchísimo mejor que el tal Sainero. ¿Cuántos Antiguos testamentos ha vendido él? ¿Eín? ¡A ver! ¿Cuántos?

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  3. Dios, y un servidor, escribimos tal y como hablaba Jesús Gil y Gil: "¡Y tal y tal!"

    Mi querido Varilla:
    Los arcaísmos lingüísticos son somo las normas de urbanidad, que aunque ya no se usen, siempre están ahí para el que quiera utilizarlos. Igual que las miles de obras maestras del siglo de Oro. Muchísimas gracias por el uso (sin abuso) del elogio. Me alegro mucho de que te haya gustado.

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